Ser o no ser un santo.

Yo pensaba que era un santo, un hombre incomprendido que no atendía a más razones que aquellas que llenasen un plato, pero aún no tenía ese aro luminoso sobre mi cabeza y no entendía que a pesar de los muchos reproches de mis neuronas no lo tuviese, aún así yo seguía creyendo que lo era.  A veces la verdad de las cosas no está en cuestionarlas más bien te golpean directamente en la cara y ese halo de santidad se te baja a nivel del suelo y vuelves a la cruda realidad.

Uno puede tener una vida plena y sin embargo muchos de esos buenos momentos haberlos olvidado por completo, de esos que de vez en cuando renacen y aparecen de golpe. Es cuando recuerdas como leer el italiano o cantar en japonés, cosas que horas antes, instantes incluso no tenías en conciencia.

Santo o no, la mente es como un juego inacabado que a lo largo de los años vas cultivando y vas llenando de esas experiencias que, olvidadas luego o no, completan en gran medida ese paladar de degustación que a los pocos vienen y van, para bien o para mal llenándote de sabores dulces o salados, de las sonrisas melancólicas y de las otras sonrisas que cruzan océanos, incluso cruzan espacios atemporales.

Así que espero esa beatificación permanente, merecedor o no porque nunca se pondrán las partes de acuerdo pero que muy dentro de mi considero creíble y razonable, sin ser sarcástico porque para eso ya están aquellos que juzgan sin conocer, pero con valentía, que para eso a mi nombre ya le han concedido un día al que santificar, por lo que no voy a invadir nada que ya no este ocupado (sonrisas), hágase la paz.

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