Había una vez una pequeña ciudad llamada Arcade, situada a la orilla del Océano Atlántico. Era un lugar tranquilo y apacible, donde la gente vivía en armonía con la naturaleza y se dedicaba a sus quehaceres diarios. Sin embargo, había algo que inquietaba a los habitantes de Arcade: el antiguo edificio del Ayuntamiento, que se encontraba en el centro de la ciudad.
Desde tiempos inmemoriales, se decía que el edificio estaba embrujado y que en sus oscuros pasillos se escondían los espíritus de aquellos que habían fallecido en la ciudad. Muchas personas aseguraban haber visto sombras o escuchado susurros en el interior del edificio, y muchas otras habían jurado no volver a poner un pie en él.
Sin embargo, un día, un grupo de jóvenes decidió desafiar la superstición y se adentró en el edificio del Ayuntamiento a medianoche, decididos a demostrar que no había nada de qué asustarse. Armados con linternas y una cámara de vídeo, los jóvenes recorrieron los pasillos y habitaciones del edificio, registrando todo lo que veían.
Pero no tardaron en darse cuenta de que algo no iba bien. Las luces de sus linternas comenzaron a parpadear y a apagarse, y a medida que avanzaban, el aire se hacía más frío y denso. De repente, una de las jóvenes gritó y señaló hacia un rincón de la habitación. Allí, sentada en una silla, había una figura transparente y espectral, con la mirada fija en ellos.
Los jóvenes se dieron la vuelta y huyeron del edificio del Ayuntamiento tan rápido como pudieron, sin mirar atrás. Cuando salieron a la calle, se dieron cuenta de que habían estado adentro del edificio durante horas, cuando sólo habían planeado permanecer unos minutos. A partir de ese momento, nadie volvió a entrar en el edificio del Ayuntamiento de noche, y la leyenda del edificio embrujado se extendió por toda la ciudad.